Nunca he sido feliz. Lo más parecido a la felicidad lo sentí cuando ella me tomó entre sus manos y posó delicadamente sus labios sobre mí. Entonces yo vivía en una solitaria charca, sin otro divertimento que saltar de piedra en piedra, sin otra compañía que la de los insectos -pobrecitos ellos- que me servían de sustento. Hoy habito un suntuoso palacio y son numerosas las personas que, solícitas, atienden todos mis deseos, todas mis necesidades. Pero, cuando ella me abraza y me besa, no siento nada, nada comparado a aquel escalofrío que sacudió mi verde cuerpecillo hace ya una eternidad...
Nuria Rubio González