Tras
sucumbir al hechizo fue encerrada en las mazmorras, en una pequeña
urna de cristal, donde, según cuenta la leyenda, se hubiera ido
desecando poco a poco de no ser por las visitas de sus fervientes
devotas. Con sus pequeñas reliquias vestidas de marfil, su boca
llena de encías viudas y en su cuerpito la pose de un salto
ficticio, las damas de la corte descendían, siempre esperanzadas, a
entregarle sus lamentos.
Y
así, a Santa Rana de las Todas las Risas, primero mártir de los
besos que no se dieron, luego santa de buñuelos y cosquillas, nunca
le faltó agua para su charca gracias al milagro de mostrar, a cambio
de una minúscula lágrima, al sapo que todo hombre lleva dentro.
Imagen y texto: Ángeles
Sánchez