Érase una vez, en el país de los detalles diminutos, una rana pizpireta que no sabía croar. Mariana, que así se llamaba, pasaba las tardes sentada en un nenúfar de nácar, un trono a medida que la reina del castillo mandó construir para ella. El resto de las ranas, croa que te croa y salta que te salta, jugaban a su alrededor, pero Mariana, que tampoco sabía saltar, mataba el aburrimiento leyendo cuentos de hadas.
Quizá no lo dije antes, pero la rana que no sabía croar ni saltar tampoco tenía ancas, y su piel, en lugar de verde y rugosa era blanca y satinada, casi de cristal. Muchas de sus vecinas de charca miraban con ojos de envidia los cabellos rubios de Mariana, la rana niña, y un día, la más valiente de todas se lo quiso preguntar:
—Mariana, querida, ¿estás segura de que eres una rana?
La niña Mariana que creía ser rana no supo qué contestar, tal vez porque tampoco hablaba su idioma. Tan solo le guiñó un ojo, azul y pequeño como los de su madre, y sin decir palabra cerró el libro, lanzó su lengua larga y pegajosa hacia la orilla y, con la penúltima mosca en la boca, volvió paseando al castillo de la reina del país de los detalles diminutos.
Jesús Fabregat
Lo bueno, si breve