La bruja no solía abandonar su guarida, y menos a plena luz del día, pero debía salir urgentemente en busca de provisiones. El pequeño mequetrefe que solía hacerle los recados se había vuelto a equivocar. Aquel maldito aprendiz de estafador le había colado unos ojos de rana por los esenciales ojos de sapo, y sus últimos conjuros habían salido defectuosos. La princesa, que debería haber perdido su escultural belleza, se había convertido sin embargo en la sensación del reino merced a sus nueva habilidades atléticas, con sus espectaculares saltos y su capacidad natatoria. Y el antaño temible caballero oscuro, llamado a derrocar al cuasi-eterno rey, había desarrollado unos amorfos y horripilantes ojos saltones, mientras se pasaba el día embobado cazando moscas.
Igor Rodtem
Lo innombrable y yo