Me gustaba levantarme el primero. Me daba tiempo para hacer cosas o para disfrutar de la soledad antes de que los niños lo invadieran todo. Solía aprovechar para limpiar la piscina —apenas una charca, no se crean— de las hojas que hubieran caído. Ya se sabe que en verano los niños se lo pasan bomba en el agua y a mí me gustaba tenerla bien cuidada.
Un lunes, al retirar las hojas, descubrí una rana que, de inmediato, se zambulló hasta el fondo. La observé más con curiosidad o asco que con miedo. Con un recogehojas de mango muy largo la acorralé contra una de las paredes y la saqué. La lancé por encima de la valla lo más lejos que pude. Con todo, pude escuchar el ruido como de naranja podrida que hizo al golpear el suelo. Me alegré de que los niños no la hubieran visto. Tampoco le dije nada a mi mujer, que era muy aprensiva.
El martes encontré tres ranas. No sé por qué, me sorprendí más que el día anterior. Quizás esperaba haber dejado todo resuelto al deshacerme de la primera rana, como si no hubiera más en el mundo. Aquellas tres no tardaron en volar.
El miércoles aparecieron quince o dieciséis. Ni asco ni sorpresa, ni siquiera fastidio, lo que sentí fue enfado. A toda prisa, sin entretenerme en retirar las hojas, las saqué y las hice desaparecer. Casi me pilla mi mujer. Pensé que quizás lo mejor, hasta que hallara otra solución, sería cubrir la piscina cuando nos fuéramos a dormir. Lo haría al día siguiente, me dije.
El jueves llovió todo el día sin parar, por lo que no salimos de casa. Quizás por eso los niños estuvieron más pesados que de costumbre y me pusieron un dolor de cabeza terrible. Me costó mucho dormirme.
Cuando desperté el viernes me encontré solo. Salté de la cama y fui a la cocina. Mi mujer estaba paralizada delante de la ventana que daba al jardín. Temblaba. Apenas la escuché cuando dijo «¿qué es eso, Fele?». El jardín estaba cubierto de ranas. En silencio, las ranas nos observaban a través del cristal.
Miré a mi mujer. Estaba aterrorizada. La abracé todo lo fuerte que pude para calmarla, pero ni aún así logré que dejaran de temblar sus antenitas.
Fernando Vicente (Depropio)
Las palabras que me sobran
